Uno de los principales objetivos que perseguimos en los programas de formación en los que trabajo es el de mejorar la empleabilidad de nuestros alumnos. La empleabilidad es una palabreja extraña que últimamente se ha puesto bastante de moda (aunque parece que el corrector de mi Word no se entera, ya que se empeña en subrayarla en rojo cada vez que la escribo). Definiciones de empleabilidad hay para todos los gustos, en todo caso haría referencia a la medida de las posibilidades que una persona tiene de encontrar o mantener un puesto de trabajo atendiendo a sus capacidades, a sus potencialidades, y a las características de un mercado de trabajo en continuo cambio. Es decir, la empleabilidad no sólo depende de la persona sino también del entorno, del mercado laboral, y además no es una medida fija, sino que varia con el tiempo y también con el espacio (ya que dependiendo de la zona geográfica donde nos encontremos se pueden demandar más unas competencias u otras).
Para mí la medida de la empleabilidad es sobre todo la medida de las actitudes de cada persona. Además creo que mientras que los conocimientos o habilidades que demanda el mercado laboral tienen una variabilidad mayor, las actitudes que se valoran son más estables, están menos expuestas a fluctuaciones. Los perfiles profesionales, los oficios que se demandaban hace diez años, ahora están saturados y se buscan trabajadores con conocimientos distintos, sin embargo en el ranking de las actitudes más valoradas ha habido pocos cambios.
Utilizo el mismo ejemplo que les suelo citar a mis alumnos. En ocasiones, desgraciadamente cada vez menos a menudo, acudo a entrevistas con empresarios que necesitan cubrir un puesto de trabajo para ver la idoneidad de recomendar a alguno de nuestros alumnos. Les comento que en estas conversaciones, casi siempre, acabamos llegando al mismo punto: El empresario en cuestión me dice que no le importa tanto el curriculum del candidato (sus conocimientos, sus habilidades) como saber el tipo de persona que es, es decir, si es puntual, si es responsable, si es formal, si muestra interés, si es respetuoso, si muestra iniciativa por aprender, si sabe trabajar en equipo,….(actitudes en definitiva). En la mayoría de estas conversaciones lo que el empresario busca en mí es información que le ayude a predecir cómo se comportará su futuro trabajador, como se adaptará a su empresa. Intenta minimizar riesgos, lógico. A veces, los empresarios me comentan que no les importa si el candidato en cuestión tiene lagunas en su formación, si no domina tal o cual habilidad, si no conoce una determinada máquina en cuestión, tiempo tendrá, me dicen, para completar su formación en su puesto de trabajo, lo que si se convierte en un elemento clave es mi recomendación personal, mi “garantía”, de que el candidato es una persona en la que se puede confiar. Al fin y al cabo a todos nos gusta compartir nuestro trabajo con gente agradable, dispuesta a colaborar, que nos hace el trabajo más fácil.
Pienso como decía John Dewey que la educación debe ser primero humana y sólo después profesional. Debemos tender más hacia trabajar y modificar actitudes con nuestros alumnos que a ocupar tanto tiempo en la acumulación de conocimientos, e incluso habilidades que la tecnología o la aparición de nuevos materiales dejaran pronto desfasadas. Sin embargo mi apuesta es que con la actitud correcta su empleabilidad no se verá mermada con el paso del tiempo.
Os dejo el video que utilizo para acompañar estas reflexiones, es un consejo extraído del blog de Inés Temple, una ejecutiva peruana que tiene colgados en su blog interesantes videos sobre consejos prácticos para gestionar nuestra carrera profesional. En mis clase siempre suelo utilizar este: “las actitudes que necesitamos para ser empleables”. Me encanta su frase: “No puedes cambiar la cara que tienes, pero si la cara que pones”. Hagamos todo lo que esté en nuestra mano y no busquemos excusas en las cosas que nos quedan lejos. Más acción y menos compasión.
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