miércoles, 4 de julio de 2012

DÍAS DE CENIZA Y ORO.

La creu de Matamon tras el incendio.
 Fotografía de David Z.
Estos días el fuego avanza descontrolado por las montañas valencianas. Es domingo, y desde mi ventana se observa con claridad como tres grandes lenguas de fuego calcinan los montes cercanos. Son los paisajes de mi infancia, los senderos tantas veces recorridos, que ya sólo quedarán en la memoria. Mientras miró el desolador horizonte, los canticos, los pitos y los cohetes suenan de fondo como una sintonía macabra, como si el eco de los gritos de alegría desbordada  jaleasen y animasen el ímpetu de las llamas. La selección española de fútbol acaba de proclamarse campeona de Europa. A veces la vida nos ofrece este tipo de situaciones cargadas de emociones contrapuestas. La alegría de la victoria se empaña con la tristeza de la cercana tragedia.

Esa misma tarde, mientras regresaba a casa, precisamente para ver el partido, coincido con varios vecinos sacando sus sillas a la calle, creo que, al menos hoy, más buscando conversación que el fresco del atardecer. Esta semana un calor insoportable se había adueñado de las calles,convirtiendose en antesala del trágico final. El fin de semana se fue teñiendo de ocre y gris, mientras una lluvia persistente de ceniza se encargaba de cubrir las calles. Un intenso olor a quemado removía el estomago y las consciencias,  haciendo inevitable levantar la vista para mirar el rojizo resplandor del horizonte. Esta noche, la noche de la victoria de “la roja”, la famosa luna de Valencia, aparentemente solidaria con los colores nacionales, reflejaba el tono anaranjado de las llamas.

Escucho en varias de las conversaciones un argumento que se repite. Los viejos del lugar advierten, casi sentencian: los fuegos se apagan en invierno. No era esta la primera vez que escuchaba la fatídica frase, sin embargo, esta vez mi reflexión fue distinta. Pienso en la gran verdad que encierra esta reflexión al estilo más vale prevenir que llorar. Implica la primacía de las cosas importantes frente a las urgentes. Una buena gestión pasa necesariamente por una minuciosa política de prevención. Y ya no estoy hablando sólo de incendios forestales. Si no hay recursos, si la crisis nos obliga a mirar la rentabilidad de cada céntimo invertido, entonces, es el momento de redoblar nuestras inversiones preventivas: programas de prevención en sanidad, en educación, en justicia, en empleo,… porque invertir en prevención supone el mejor de los ahorros posibles. Escatimar en el corto plazo, a costa de arriesgar el futuro es una política, cuanto menos, temeraria. Racanear, gestionar desde la miseria, supone encomendarse a la suerte de los elementos, a sabiendas que, más pronto que tarde, habrá que pagar con creces el pequeño “ahorro” conseguido.

Si dejamos crecer las hierbas del olvido en los caminos del progreso, corremos el riesgo de que la maleza cubra por completo el sendero marcado. Cuando queramos reaccionar, cuando nos demos cuenta de los errores cometidos y queramos enmendarlos, observaremos aterrados como los pájaros han comido las migas de pan que dejamos para señalar el camino de regreso a casa, y que nuestra falta de previsión, nuestra confianza ciega en la suerte, nos ha dejado perdidos en la oscuridad de la noche. Entonces tendremos que empezar nuevamente de cero.

De los errores se aprende. De las grandes catástrofes se obtienen aprendizajes intensos. Las montañas arden, los paisajes desaparecen calcinados, avivados por las circunstancias y, también por la desidia. La educación, la sanidad, el empleo, la juventud misma, también se consumen bajo las llamas del desamparo, la miseria y la desesperanza. Cuando queramos actuar, el fuego habrá prendido con tal fuerza que necesitaremos redoblar los esfuerzos (y los recursos), para intentar recuperar una generación, que quizás, como los montes, ya se encuentre perdida. Y es que, como dicen los mayores, los fuegos se apagan en invierno.
¡FELIZ REFLEXIÓN!

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