Cuantas veces la vida nos ha ofrecido oportunidades para
realizar cambios importantes y no
estuvimos lo suficientemente avispados para darnos cuenta. Es sencillo, al
mirar hacia atrás, darse cuenta de las oportunidades perdidas: “Si hubiera dicho...”, “Si hubiera hecho...”. Sin embargo resulta inútil lamentarse. Nadie tiene la
capacidad de desandar el tiempo y cambiar las consecuencias de las elecciones o
decisiones tomadas. Lo único que podemos hacer es aprender de nuestras
experiencias, de nuestras vivencias. De las buenas por supuesto, y de las malas, doblemente, al fin y al cabo pagamos un precio mayor por esos aprendizajes.
Pero sucede que a menudo los aprendizajes que realizamos deben llegar en el momento oportuno. En multitud de ocasiones he compartido reflexiones y clases con alumnos que no estaban preparados para escucharlas, para aprovecharlas. Sencillamente no estaban maduros, no estaban predispuestos, no sentían la necesidad o no tenían motivos para estar receptivos. Aquello no iba con ellos y, las palabras, los gestos y las intenciones caían en cesto vacío. A menudo esto es descorazonador para el docente, que es consciente de lo infructuoso de su esfuerzo, de las peligrosas consecuencias que determinadas actitudes tendrán en el futuro cercano de sus alumnos. Pero ocurre que el aprendizaje, el verdadero, el que genera cambios duraderos, tan solo nace de la necesidad del alumno por aprender, de su esfuerzo y de su implicación. Aprender es un trabajo que no se puede delegar, es un verbo que solamente se conjuga en primera persona.
Pero sucede que a menudo los aprendizajes que realizamos deben llegar en el momento oportuno. En multitud de ocasiones he compartido reflexiones y clases con alumnos que no estaban preparados para escucharlas, para aprovecharlas. Sencillamente no estaban maduros, no estaban predispuestos, no sentían la necesidad o no tenían motivos para estar receptivos. Aquello no iba con ellos y, las palabras, los gestos y las intenciones caían en cesto vacío. A menudo esto es descorazonador para el docente, que es consciente de lo infructuoso de su esfuerzo, de las peligrosas consecuencias que determinadas actitudes tendrán en el futuro cercano de sus alumnos. Pero ocurre que el aprendizaje, el verdadero, el que genera cambios duraderos, tan solo nace de la necesidad del alumno por aprender, de su esfuerzo y de su implicación. Aprender es un trabajo que no se puede delegar, es un verbo que solamente se conjuga en primera persona.
A veces los profesores (también los padres) olvidamos esto, y
nos obcecamos en remar a la contra. Intentamos imponer, obligar, forzar el
ritmo. Dejamos de escuchar y adoptamos la postura del “hermano mayor” que sabe,
mejor que nadie, lo que más les interesa. Pero entonces, lo único que
conseguimos es aumentar la resistencia y encizañar las relaciones. Cada alumno (cada
hijo) es diferente, cada cual tiene sus intereses, motivaciones, expectativas y
necesidades. Cada cual tiene su ritmo y sus tiempos. Mientras no sienta la
necesidad, mientras no tenga claros sus “porqués”
y sus “paraqués” poca cosa
conseguiremos a través de la imposición y la fuerza del manido “es por tu bien”.
Es por esto, que lo más importante no es cuantas
oportunidades nos ofrezca la vida, sino que estas oportunidades nos lleguen en
el momento justo. Y esto no es cuestión de lo afortunados que seamos, o de lo
generoso que se muestre el destino con nosotros, sino que depende más de lo atentos
y receptivos que estemos. Por esto, lo único que como profesores, y como padres,
podemos hacer es escucharles y ayudarles a ser conscientes de sus necesidades y, en todo caso, crear
las condiciones propicias para que ellos encuentren su camino. Pero siempre respetando su ritmo y su esfuerzo.
Como decía Santos Guerra en uno de sus cuentos “yo no puedo crecer por ti”, pero es que
además (esto lo añado yo) tampoco puedo “ayudarte”
a crecer. Un cuento (chino) que explica esto último…
A un hombre del reino
de Song le pareció que los vástagos de sus campos no crecían bastante deprisa.
En vista de ello, dio a todos y a cada uno un estirón. Tras lo cual se fue a
casa a descansar casi exhausto.
-Hoy estoy muy cansado-
dijo a su familia-. He estado ayudando a los brotes a crecer.
Su hijo, temeroso,
salió corriendo hasta el campo y encontró todas sus plantas muertas.
Casi todos querrían
ayudar a los vástagos en su crecimiento; pero algunos consideran todo esfuerzo
inútil y no lo intentan, ni siquiera desbrozando el campo; otros tratan de
ayudarles dándoles un estirón. Esto último, por supuesto, es peor que inútil.
¡FELIZ REFLEXIÓN!
Muy interesante tu artículo. En la base: el hecho de respetar al otro, a nuestros niños.
ResponderEliminarGracias Pilar por tu comentario. Un placer conocerte y saber de tu obra. Gracias
EliminarHOLA.
ResponderEliminarAyer he descubierto este blog y no he parado de leer las bonitas historias (cuentos en ocasiones) que el autor escribe. Percibo la sensación de que el autor es "buena gente" o "muy buena gente" sin apenas conocerlo. APASIONADO por la educación, por aquellas personas que a lo largo de su vida tiene algun problema y él está para ayudarle. De esos quedamos pocos.
Yo tambien me dedico a la formación y en estos momentos tambien "madre" no biológica de niño adolescente con rebeldia y ganas de llevar la contraria en todo. Intento utilizar todas las herramientas que tengo en mi mano (paciencia - respeto- comunicacion - empatia -...) con esos adolescentes pero la lucha diaria es dura. No tenemos esa barita magica que lo cambia todo.
Me gusta mucho tu blog y lo voy a meter en el mio como favorito. Sigue escribiendo para que tus palabras puedan ser leidas y sirvan de bálsamo en esta alocada vida.
¡Guaaaaauuu Ana! Me dejas sin palabras. Mil gracias por tu comentario, y por lo de "buena gente", creo que es una de las cosas más bonitas que se le puede decir a alguien. Con comentarios como el tuyo uno recarga las pilas para una buena temporada.
EliminarUn fuerte abrazo y, nos vemos en este apasionante camino que es la formación.