A lo largo de nuestra vida cientos de personas se colocaran frente a nosotros con la intención de enseñarnos algo nuevo. Desde el parvulario a la Universidad, desde monitores deportivos a profesores de idiomas. Durante un tiempo todos ellos se convertirán en nuestros profesores. Con algunos coincidiremos durante varios años, con otros sólo compartiremos unas pocas horas. Algunos nos resultaran cercanos, otros severos y exigentes. Durante mucho tiempo siempre serán personas mayores, hasta que llega un día en el que, incomprensiblemente, nuestros profesores rejuvenecen y nos sorprendemos de la cantidad de cosas que nos pueden enseñar estos “niñatos” y, también de lo mucho que nos cuesta recordarlas.
Si hiciéramos el esfuerzo de recordarlos, nos daríamos cuenta que con mucha dificultad acudirían a nuestra mente apenas una decena de caras borrosas, un puñado de nombres y algunas anécdotas. Alguno incluso permanecerá en nuestra memoria a pesar de nuestros esfuerzos por borrar su recuerdo. La gran mayoría de nuestros profesores quedarán relegados al cajón del olvido, a los pocos años su paso por nuestra vida se habrá difuminado. Sin embargo, también es cierto que encontraremos algún nombre, que con independencia del tiempo o la materia compartida dejó una huella imborrable en nosotros. Aquellos que por su saber estar o su saber hacer supusieron una influencia importante en nosotros, y que incluso podríamos decir que somos lo que somos gracias a ellos. De todos los cientos de profesores que conoceremos, sólo unos pocos se convertirán en nuestros maestros.
Como maestros o profesores no debemos obsesionarnos con la idea de ser influyentes o ser recordados por nuestros alumnos. Esto es algo que surge, es en parte fruto de la casualidad de estar en el momento adecuado en el sitio adecuado. Además, como leí en alguna parte, el saber que hemos sido capaces de influir en la vida de unas pocas personas ya es motivo suficiente para considerarnos afortunados por el hecho de ser maestros. Lo que también es cierto es que para poder ejercer esta influencia tenemos que amar aquello que hacemos y también a nuestros alumnos. Para poder enseñar, para poder transmitir, para poder influir hay que demostrar pasión en lo que decimos y hacemos.
Recuerdo uno de los profesores que tuve durante el instituto. Yo cursaba lo que entonces se llamaban “letras mixtas” donde, huyendo del Latín y el Griego, nos habíamos refugiado un pequeño grupo de estudiantes, no más de diez, que estábamos obligados a continuar estudiando matemáticas. Nuestra predisposición en las clases no era mucha, y he de confesar que tampoco recuerdo que el profesor facilitara mucho las cosas. Así que las tardes que teníamos que subir a la clase de matemáticas se convertían en tediosas e interminables sesiones de sufrimiento, tanto para nosotros como para el profesor. Pero un día, nuestro profesor de matemáticas apareció en la clase cargado con el proyector de diapositivas y nos pidió que apagásemos las luces. Empezó a proyectar imágenes del sistema solar, a hablarnos sobre planetas, estrellas, cometas y agujeros negros, y lo hizo con tal pasión, con tal entrega, con tal sentimiento, que todos nosotros mirábamos embobados aquellas fotografías y le preguntábamos sobre curiosidades o dudas que nos surgían. Nuestro profesor pertenecía a una asociación de amigos de la astronomía, y aquella era su verdadera pasión. Harto de luchar contracorriente con nosotros, decidió venir una tarde a clase y contarnos su amor por las estrellas y contagiarnos una parte de su pasión. La mayoría de nosotros, me incluyo en este grupo, nunca habíamos sentido especial interés por la astronomía. Sin embargo, aquel día nuestro profesor consiguió despertar en nosotros la curiosidad y el interés hacía estrellas y planetas. Incluso durante días algunos buscamos información en otros libros para saber encontrar entre el cielo estrellado aquellos dibujos, aquellas constelaciones que nuestro profesor nos había dibujado en el aire aquella tarde. Había sido capaz de contagiarnos su pasión, y sólo había necesitado un par de horas para ello.
Este es uno de los profesores que recuerdo. No recuerdo su nombre, recuerdo vagamente su cara, aunque seguramente no lo reconocería tantos años después. No recuerdo absolutamente nada de las matemáticas que nos explicó, también es cierto que no las necesité después. Pero recuerdo las sensaciones de aquella tarde, su pasión, su forma de contarnos cientos de curiosidades sobre el inmenso espacio, y recuerdo como disfrute aquella tarde y lo rápido que se pasó el tiempo. Sus palabras me hicieron observar el cielo estrellado con otros ojos y eso lo convirtió en uno de mis recordados maestros, de mis influyentes maestros.
Acompaño un video del profesor Miguel Angel Santos Guerra donde realiza una magistral definición sobre lo que es enseñar.
FELIZ REFLEXIÓN.
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