Con frecuencia suelen utilizarse animales para protagonizar historias
o cuentos con un contenido moral o reflexivo. De hecho, esta es una de las características peculiares de las fábulas, como las escritas por Samadiego o Esopo. En estas narraciones los animales adquieren características propiamente
humanas para, a través de ellos, ver representadas nuestras maneras de ser y proceder. Tanto es así que si plantease la propuesta de buscar una cualidad representativa de
cada animal, seguramente coincidiríamos con facilidad en muchas de ellas. Así,
por ejemplo, el perro acostumbra a ser fiel, la liebre veloz, la zorra astuta, el
león valiente, la hormiga trabajadora y la cigarra… vamos a dejarlo en “alegre”.
Otorgar cualidades humanas a los animales y hacerlos
protagonizar breves fábulas es una
herramienta de reflexión muy poderosa. Al utilizar la imagen del animal
conseguimos la suficiente distancia para poder observar con comodidad el curso
de los acontecimientos, al fin y al cabo, es tan solo un inocente cuento para niños. Sin embargo al acabar la historia y analizar su intención,
descubrimos con facilidad que tras la hormiga, la tortuga o la zorra se
esconden actitudes y comportamientos tan humanos como nuestros. Es el momento
de abandonar la comodidad del niño que ha estado escuchando embobado, para “aplicarse el
cuento” en carne propia y, reconocer en mí las conductas y actitudes descritas
en la historia. Es el momento de descubrir, que tras la ingenuidad del relato
se esconden algunos de mis miedos y mis defectos. El cuento, la fábula, en última instancia es
tan solo una invitación a la reflexión. Nuestra es la decisión final de
aceptarla o no, de acudir o no a la fiesta. Pero, si no vas… tú te lo pierdes.
Hace unos días descubrí una imagen que me provocó el mismo efecto que una fábula. Tras verla, inmediatamente sentí la invitación para ir más allá de la sonrisa, para buscar el mensaje cifrado y, lo que es aún más difícil, su reflexión en primera persona. La imagen en cuestión estaba protagonizada por un rinoceronte. No es muy común encontrar mensajes protagonizados por estos animales y, en todo caso, puestos a atribuirles alguna cualidad, esta estaría relacionada con su característica embestida, con su furia, con su precipitación, con esa particularidad tan humana de la impulsividad. No en vano su símbolo de identidad es el cuerno.
Hace unos días descubrí una imagen que me provocó el mismo efecto que una fábula. Tras verla, inmediatamente sentí la invitación para ir más allá de la sonrisa, para buscar el mensaje cifrado y, lo que es aún más difícil, su reflexión en primera persona. La imagen en cuestión estaba protagonizada por un rinoceronte. No es muy común encontrar mensajes protagonizados por estos animales y, en todo caso, puestos a atribuirles alguna cualidad, esta estaría relacionada con su característica embestida, con su furia, con su precipitación, con esa particularidad tan humana de la impulsividad. No en vano su símbolo de identidad es el cuerno.
La viñeta del rinoceronte tenía esa doble lectura. Ese poderoso mecanismo de las fábulas por el que lo que insinúa es más importante que lo que muestra, de que vale más por lo que calla que por lo que dice. Esa invitación velada a no quedarse en la superficie, a ir más allá de la sonrisa que provoca lo ingenioso del dibujo, ese estimulo para la mente que es siempre el "atreverse a pensar" propio de la Ilustración.
El elemento central era el cuerno, ¡cómo no! Pero presentado
de una forma inusual. Así, tras la inevitable sonrisa, acepte la invitación de
sentirme protagonista de la imagen, de sentirme como el rinoceronte pintor. Y es que, todos llevamos de serie algún que otro apéndice que nos
impide ver las cosas con claridad, que interfiere y distorsiona o que,
simplemente, nos oculta una parte de la realidad. Con el tiempo nos ha ido
creciendo ante nuestras narices, a unos más a otros menos, porque es nuestro,
porque siempre ha estado ahí, porque nos hemos habituado a él, porque, con el
tiempo, hasta nos hemos olvidado de él.
Y también hay momentos en los que estamos especialmente
atentos a nuestro cuerno, en los que nos molesta especialmente, en los que
nuestro primer impulso sería arrancarlo de raíz, cortarlo y deshacernos de él
para siempre.
Pero no es fácil deshacerse de nuestros apéndices, ¿cómo nos los vamos a cortar, si forman parte de nosotros? Al fin y al cabo, sin su cuerno el
rinoceronte dejaría de serlo. No todas las cosas que no nos gustan hay que tirarlas
o cambiarlas, algunas simplemente hay que aceptarlas, algunas incluso quererlas. Lo que sí es bueno, lo
que sí es saludable siempre, es al menos adquirir consciencia de que somos
rinocerontes con cuernos, cada uno tiene el suyo, y cada cual podrá presumir o
no de lo grande que lo tenga (esto es más propio de los hombres), pero lo
importante es saber que con el cuerno puesto lo que vemos no es exactamente lo
que hay. Que, como dicen los peneleros, el mapa no es el territorio y, que antes de
entrar al trapo y envestir, recuerda que lo que ves en el centro de tu lienzo
es, sencillamente, el dibujo de tu propio cuerno.
¡FELIZ REFLEXIÓN!
Totalment d'acord!Estaria tan bé que tots ens pararem a apreciar, veure i acceptar el nostre "cuerno"...Bona reflexió i il.lustració!
ResponderEliminarTot es qüestió de pràctica i reflexió.
ResponderEliminar¿cuernos?
ResponderEliminarMe quedo con la frase "coger el toro por los cuernos". Soy de esas que ante un problema lo agarro y lo intento controlar y solucionar.
O también "romperse los cuernos", es decir, trabajar o esforzarse mucho cuando algo merece la pena.
Conocer nuestros cuernos es positivo.
Lo cierto Ana es que sí, que utilizamos la palabra cuerno en muchas expresiones, pero las más de las veces asociado a algo problemático, a un "marrón". Y sin duda todo lo que ayude a adquirir más consciencia de cómo somos y de cómo afrontamos los problemas es bien recibido en cualquier proceso de mejora.
EliminarCon todo, como digo en el artículo, no todas las soluciones pasan por el cambio, algunas cosas simplemente hay que aceptarlas.
Un abrazo.