Poco a poco la educación emocional va ganando terreno en las
aulas y, cada vez con mayor frecuencia, sobre todo con los alumnos más
pequeños, el tema emocional va ocupando el papel que le corresponde dentro de
las programaciones escolares. Quizás esta haya sido la gran asignatura
pendiente del sistema educativo y muchas generaciones aún andamos pagando la
factura producida por estas carencias.
Aprender a reconocer y gestionar las emociones propias y
reconocer las de los otros es un aprendizaje básico. El desarrollo de la autoestima, la
autoconfianza y la empatía hundirán sus raíces en este aprendizaje emocional y
nos permitirán crecer vacunados contra los “pequeños disgustos” que,
inevitablemente, nos traerá la vida, al tiempo que también nos posibilitaran
disfrutar adecuadamente de los placeres que nos reserva. En definitiva una
oportuna educación emocional nos permitirá tomar las riendas de nuestra vida,
sentirnos satisfechos de nuestros logros y poder recuperarnos de nuestros
errores.
Pero la trascendencia de las emociones en la educación va más
lejos. El aprendizaje significativo necesita ser fijado a través de la emoción.
Las emociones son el “pegamento” con el que afianzamos aquellos aprendizajes
importantes que nos acompañarán toda la vida. Para que algo deje su impronta tendrá
que despertar alguna emoción en nosotros. Lo que aprendamos con la mente lo
recordaremos algún tiempo, pero lo que aprendamos con el corazón, no lo
olvidaremos nunca. Como decía Confucio “Dímelo y lo olvidaré; enséñame y lo
recordaré; implícame y aprenderé”.
Hace unos años emitían por televisión una genial campaña para
concienciar a la población sobre el Alzheimer. En estos anuncios un “gancho”
paraba a una persona por la calle y se comportaba como si fueran antiguos
conocidos que hacía tiempo que no se veían. Tras unos segundos de desconcierto
y confusión en la “victima”, que por mucho que se esforzaba era incapaz de
recordarlo, se le entregaba una tarjeta en la que aparecía escrito “Así se siente una persona con alzheimer.
Ayúdanos a vencerlo”. Las caras de estas personas tras leer el escrito
hablaban por sí solas. Sin duda, en unos pocos segundos, su corazón acaba de
grabar a fuego un aprendizaje que nunca olvidarán. La historia de hoy trata,
precisamente de estos… aprendizajes emocionales.
Cuenta una antigua leyenda que tras su desastrosa derrota en
Rusia, Napoleón se vio obligado a huir a toda prisa en retirada. Los soldados
del ejército enemigo lo perseguían y no querían dejar pasar la oportunidad de
acabar con su principal adversario en ese momento de debilidad. Se dice que en
su huida, viéndose acorralado, tuvo que refugiarse en la casa de un viejo
sastre judío. Cuando llegó allí, en medio de la noche, suplicó a sus habitantes
que lo ocultaran de sus perseguidores.
El viejo judío, que no tenía la menor idea de quien era, se
apiadó de él y decidió esconderle en un cesto en el que se amontonaban unas
ropas viejas.
Apenas unos minutos después, se abrió la puerta y un grupo de
soldados apareció preguntando por si alguien había buscado refugio en aquella
casa. El judío negó con la cabeza e invitó a los soldados a registrar su casa.
Los soldados buscaron precipitadamente en todas las habitaciones, incluso
llegaron a clavar sus bayonetas en aquel cesto de ropa, pero finalmente,
continuaron su búsqueda en otro lugar.
Cuando Napoleón creyó estar seguro abandonó su escondite y
pálido como un fantasma se dirigió al judío para agradecer su ayuda: “Ahora puedo decirte quien soy – le dijo
– y, puesto que me has salvado de una
muerte segura, puedes pedirme tres cosas, que te las concederé.”
Por un momento el viejo judío no supo que contestar, pues
siempre había sido una persona de necesidades sencillas, pero tras pensarlo un
tiempo dijo: “Hace dos años que tengo
goteras en mi tejado. Estoy muy mayor para repararlas y si no hago algo pronto
el tejado se derrumbará sobre mi cabeza. ¿Podrías conseguir que alguien lo
arreglara?”
Napoleón lo miró con gran sorpresa y le contestó: “Puesto que ese es tu primer deseo así se
hará, pero ¿cómo es que pides cosas tan triviales? ¿Cómo no pides cosas más
importantes? No olvides que solo te quedan dos cosas por pedirme.”
El judío pensó las palabras del emperador y buscó algo
importante y necesario que le pudiera pedir. Tras unos minutos formuló la
segunda de sus peticiones: “En esta misma
calle hay una sastrería, es mi competencia y me quita los pocos clientes que
aún confían en mis torpes manos. ¿Podrías arreglarlo para que él se mudara a
otro pueblo?”
Desde luego este viejo está chiflado – pensó el emperador –
Puede pedir cualquier cosa y está malgastando uno a uno sus deseos. “Bien se hará como dices. ¿Cuál es tu último
deseo?” dijo Napoleón con cierta impaciencia.
Al escuchar que era su último deseo, el viejo realmente se
concentró en buscar algo que realmente le mereciera la pena, cuando de pronto
los ojos se le iluminaron y descubrió cuál iba a ser su última petición: “Quisiera saber... ¿cómo te sentiste cuando, al
estar escondido en el cesto, los soldados agujerearon las ropas con sus
bayonetas?”
Al escuchar sus palabras Napoleón enfureció. “Pero, ¿cómo se te ocurre preguntar tal
desfachatez? Definitivamente tú no puedes ser más que un viejo loco que no
merece vivir. Ordenaré inmediatamente que te fusilen.”
El pobre sastre lloró y suplicó el perdón del emperador, pero
Napoleón parecía fuera de sí, y sus soldados ya habían atado al judío
dispuestos a cumplir las órdenes. Sin duda aquellas extrañas peticiones habían
ofendido gravemente al emperador francés.
Aquella misma madrugada, el sastre fue sacado de su celda y
conducido ante un grupo de soldados armados con rifles. Le vendaron los ojos y
lo ataron a un árbol. El capitán encargado de la ejecución emplazó a sus hombres y empezó la fatídica cuenta: “Preparados, apunten,…” Iba a pronunciar
la última palabra cuando un oficial que había permanecido atento a toda la operación detuvo la ejecución.
Los soldados bajaron sus armas y el oficial se acercó al
viejo. Mientras le quitaba la venda de los ojos le dijo: “El emperador te perdona y te manda esta carta.”
El viejo sastre tomó la carta con sus manos temblorosas y la
abrió. La carta decía así: “He sentido
exactamente lo que tú ahora. Tu tercer deseo se ha cumplido.”
Desde aquel día el sastre conservó como un tesoro aquella
carta y… jamás, jamás olvidó lo que había aprendido.
¡FELIZ REFLEXIÓN!
Es muy gratificante escuchar y leer cosas que te aportan no solo en conocimientos sino también a tu vida personal. Gracias por transmitir tan bien, salí muy contenta de la charla tuya a la que asistí. Y gracias por poner estas cosas tan maravillosas en el blog que nos hacen reflexionar y pensar en las cosas tan valiosas que tenemos en la vida y que podemos llegar a conseguir. Un fuerte abrazo. Silvia.
ResponderEliminarGracias por el comentario Silvia. Fue un placer y una suerte que coincidiéramos. Estamos en contacto.
EliminarUn abrazo.