Agotado el caluroso e incendiario julio, entramos de lleno en el mes de vacaciones por excelencia. La llegada de agosto me ha recordado una de las actividades que suelo utilizar a menudo y que, con mi actual grupo de alumnos hicimos hace un año aproximadamente, como una de las ultimas reflexiones antes de irnos de vacaciones. Como en tantas ocasiones arrancamos la clase con la visualización de un cortometraje, en esta ocasión el conocido y genial “15 días en agosto” de Edu González, y a partir de ahí ponemos la maquina a funcionar.
El cortometraje es una pequeña joya que vale la pena conservar en la mochila y recordar de vez en cuando, para no olvidar nuestros “paraqués” laborales. Esta es una reflexión tremendamente necesaria antes de plantearnos cualquier proceso formativo, o de iniciar un proceso de búsqueda de empleo. Tenemos que descubrir nuestro para qué, averiguar cuáles van a ser las motivaciones que nos guíen en el camino, cuáles las recompensas que van a compensar nuestro esfuerzo. Como ya defendí en otras entradas, la pregunta poderosa en todo proceso de búsqueda de empleo no es de qué quiero trabajar, sino para qué quiero trabajar, qué espero que me reporte mi trabajo más allá de cubrir mis necesidades básicas de llegar a fin de mes.
“15 días en agosto”, utiliza la ingenuidad de los niños para dejar caer algunas de estas cuestiones transcendentales como la influencia de la publicidad y de la estética (del parecer sobre el ser), la esclavitud del dinero o cuál es la esencia de la felicidad. El cortometraje es una apuesta por la sencillez, por recuperar la sensatez de los niños a la hora de valorar las pequeñas cosas del día a día. Es una llamada a la cordura, una invitación a detenerse a pensar sobre el sentido que le damos a nuestra vida, sobre cuáles son nuestras prioridades (nuestras piedras grandes). La definición que plantea el cortometraje de las vacaciones es devastadora: “15 días donde te vas muy lejos para olvidar el resto de los días…”. La discusión está servida.
En definitiva, el cortometraje nos ofrece la oportunidad de debatir sobre el sentido que le damos al trabajo. Ese trabajo en el que pasaremos buena parte de nuestra vida, que ocupará gran parte de nuestro tiempo y de nuestras preocupaciones y deseos. Ese trabajo nacido del castigo divino del “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, y que durante cientos de años fue concebido como una condena, reservado a esclavos y miserables, entendido durante siglos como un mal necesario para la supervivencia, y que, sin embargo hoy es considerado como objeto de envidia y deseo.
Expulsados del paraíso y obligados a trabajar para sobrevivir, transitamos por el desierto de los esfuerzos, sacrificios y penurias con tal de poder regresar, al menos durante 15 días, al ansiado Edén de las vacaciones. Entendemos el trabajo como una condena, como el medio (legal) de obtener el dinero con el que pagar a plazos todas las cosas que acumulamos, y que ni siquiera disfrutamos. Como cruelmente sentenció Joel Fuguet “vivimos para trabajar, trabajamos para comer, comemos para trabajar”.
Durante tanto tiempo entendimos de esta forma el trabajo, más asociado a la esclavitud y al sacrificio, que nos costó darnos cuenta de cómo a través de nuestra actividad laboral cubríamos otras necesidades no menos importantes para las personas: necesidades sociales y de relación, de logro y de competencia, también de poder y de influencia (según la clasificación de McClelland). En definitiva, el trabajo no sólo es una forma de subsistencia, sino que es una fórmula de crecimiento, maduración y participación social. Necesitamos trabajar, no sólo para alimentar el cuerpo, sino, y sobre todo, para alimentar el espíritu.
La actual situación de escasez de trabajo y falta de oportunidades nos retrotrae en el tiempo a concepciones que creíamos superadas. La imperiosa necesidad de trabajar (de lo que sea y como sea) para poder llegar a fin de mes, nos devuelve a un estado de esclavitud. Expulsados nuevamente del paraíso en el que nos habíamos instalado durante los últimos años, nos toca pagar por los excesos cometidos. Como dice el refrán en el pecado se lleva la penitencia.
“Cada vez que me preguntan qué quieres ser de mayor todo se complica… Según los mayores hay que hacerse adulto para entenderlo todo”. Con esta frase comienza el corto, comienza la carrera por llegar a la madurez, por devorar al niño que llevamos dentro, por convertirnos en hombres y mujeres de provecho… en la mayoría de los casos, sin habernos parado a pensar cuál es el provecho que queremos obtener.
Cuentan que cuando el pequeño John Lennon ingresó en la escuela le hicieron la misma fatídica pregunta de ¿qué quieres ser de mayor? Lennon, con la sabia ingenuidad de los niños, respondió “Feliz”. Le contestaron que no había entendido la pregunta. Él les dijo que eran ellos los que no entendían la vida.
Y efectivamente esto es así, la esencia de la vida no está en contestar a un qué, sino en encontrar la respuesta al para qué.
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