Asistimos horrorizados al progresivo deterioro del modo de vida tal y como lo conocimos. Damos por hecho de que la crisis se llevará por delante el estado del bienestar que tanto tiempo y esfuerzo costó de alcanzar y nos conformamos con salvar los muebles de la tragedia. El desempleo y la desesperanza se van instalando en nuestra sociedad como colesterol en las venas. Aún teniendo trabajo un sentimiento de desasosiego y un convencimiento de que todo va a ir a peor dirige todas nuestras decisiones. Instalados en el miedo y el pesimismo delegamos en los políticos la deseada salvación. Obedecemos sus consignas y aceptamos sacrificios bajo la promesa de que todo es temporal, de que volveremos a la senda de la prosperidad más pronto que tarde. Obedientes en medio del naufragio esperamos en nuestro camarote a que el capitán nos diga dónde está la salida de emergencia y cuál es nuestro sitio en el bote salvavidas.
Ante una situación de crisis, de cambios bruscos, siempre hay un momento de desorientación, de parálisis, de desconcierto. Superadas las fases de negación y de rabia entramos en el momento crítico de decantarse entre la resignación y el afrontamiento. Es justo en ese momento donde hay que preguntarse de qué lado vamos a estar: ¿Vamos a ser parte del problema o parte de la solución? Porque es importante tener en cuenta que se es responsable tanto por acción como por omisión.
Como decía en una de mis primeras entradas, uno de los motivos que acabo de decidirme para comenzar a escribir este blog fue una inspiradora pintada que leí en un muro. La pintada aludía a las causas de la crisis actual y decía, (en realidad dice, ya que aún está escrita) textualmente “La crisis no es económica, es ética. ¿Y tú qué vas a hacer?” La frase es un llamamiento a la acción, a salir de la parálisis en la que estamos estancados y a ponernos en camino hacia la solución.
Como no podía ser de otra manera, comparto un cuento para acompañar esta reflexión. Esta es la historia de un hombre tan decepcionado con sus semejantes, tan defraudado por la falta de valores, tan triste por sentirse miembro de una comunidad egoísta, insolidaria y cruel, que un día decidió abandonarlo todo e irse a vivir solo a la montaña.

Impresionado por su descubrimiento decidió volver durante varios días para observar si el comportamiento de la liebre era habitual. Emocionado comprobó como la escena se repetía varias veces al día. La liebre acudía cargada con pequeños trozos de carne que dejaba prudentemente cerca de la entrada de la cueva.
Pasaron los días y la escena se repitió, hasta que llegó el momento en el que el tigre recuperado pudo salir a buscar su propia comida.
Admirado por la solidaridad y cooperación que había observado entre los animales, reflexiono y se dijo: “¡No todo está perdido! Si los animales, que son seres inferiores a las personas, son capaces de ayudarse de este modo, ¡qué no seremos capaces de hacer nosotros!
Recuperada la ilusión, su fe en el ser humano decidió regresar a la sociedad y poner en práctica lo aprendido. Llegando a las puertas de su pequeña ciudad decidió tumbarse al borde del camino, simulando estar herido, y se puso a esperar a que alguien pasara y lo ayudara. Sin embargo pasaron las horas, llego la noche y nadie se detuvo para ayudarlo. De la misma manera transcurrió el día siguiente y al llegar la noche decidió desistir en su intento de buscar solidaridad y comprensión en los hombres. Desolado llegó a la convicción de que la humanidad no tenía remedio.
Sentado al margen del camino sintió en su interior la desesperación del hambriento, la soledad del enfermo, la tristeza del abandono. Su corazón estaba destrozado, apenas sentía deseos de levantarse cuando justo en ese momento de desolación escucho una voz interior que le susurraba: “Si quieres encontrar a tus semejantes, si quieres sentir que todo ha valido la pena, si quieres seguir creyendo en la humanidad, si quieres ver a tus semejantes como hermanos… entonces deja de hacer el tigre y simplemente se la liebre.
¡FELIZ REFLEXIÓN!